La neutralidad no es un concepto vacuo o sin alma. Hay neutralidad institucional ideológica y religiosa en nuestra Norma Fundamental. Hace referencia al conjunto de garantías que el Estado ha de observar para asegurar la salvaguardia y realización efectiva de los derechos fundamentales a la (i) libertad ideológica y (ii) religiosa, en un régimen de pluralismo de convicciones y de creencias, en palabras del Tribunal garante de la Constitución.
El mandato de neutralidad ideológica de las administraciones públicas se halla recogido en el art. 103.1 CE cuando señala que “La Administración sirve con «objetividad» los intereses generales..”. Hay una exigencia normativa a los medios de comunicación de titularidad públicos (RTVE, etc.) para que esa neutralidad se proyecte en la recepción del pluralismo político-social, en una sociedad democrática. En definitiva, para que sea permeable al conjunto social. Cuando se exige esa neutralidad ideológica de los poderes públicos se está extendiendo, por ende, al servicio público. El Estatuto básico del empleado público expresa la objetividad, la profesionalidad y la imparcialidad en el servicio a los demás. Estas exigencias presiden el fundamento de la actuación de los servidores públicos ante la ciudadania. Y esto, por encima, o al margen, de cualquier otro factor que exprese posiciones personales, corporativas o clientelares. Los servicios públicos han de hallarse a cubierto de toda colisión entre intereses particulares, políticos, o de cualesquiera otro signo, y los intereses generales. Es algo así como el paraguas protector de la lluvia fina del subjetivismo interesado.
Cuando se colocan cruces en espacios públicos municipales, cuando se coloca una pancarta en el balcón del Palau de la Generalitat, a favor de políticos presos, se está afectando sobremanera la “neutralidad institucional”. ¿Porqué? Porque hay una «subjetivización ideológica» del gobierno de esa institución, que choca con la libertad ideológica de los que no piensan así. Cuando se accede a la gobernabilidad de una institución hay toda una separación entre el “ser” y el “deber ser”; entre lo interno y lo exógeno.
Hay que preservar la imparcialidad ideológica; y así, sólo se pueden colocar en edificios públicos los símbolos y rotulaciones oficiales reconocidos por la Constitución y el Estatuto de Autonomia. Se debe preservar la imparcialidad ideológica de los espacios y edificios públicos, así como de los actos institucionales.
Esta misma exigencia se demanda de la neutralidad religiosa de las Administraciones públicas. Ninguna confesión tendrá carácter estatal (art. 16.3 CE), lo que viene a suponer la proclamación, formulada en sentido negativo, de la aconfesionalidad, neutralidad o laicidad del Estado. El art. 16.3 de nuestra Carta Magna trascribe la decisión del art. 137 de la Constitución alemana de Weimar, incorporado a la actual Ley Federal de Bonn de 1949, de acuerdo con el cual “no existe una Iglesia del Estado”.
Esa exigencia constitucional conlleva que los poderes públicos asuman no identificarse ideológicamente con ninguna expresión colectiva del fenómeno religioso. De ahí – y es un ejemplo palmario- que los actuales ministros socialistas con su Presidente a la cabeza, hayan tomado posesión de sus cargos sin crucifijos o biblias, como antaño, sino ante la Constitución española, norma positiva superior ante la que se deben, con obligada observancia.
JUSTO GIL SANCHEZ
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